Siempre



Siempre habrá dinero y putas,
hasta que caiga la última bomba.

Charles Bukowski.

Estamos condenados



Lo están consiguiendo.



 Y lo sabemos pero no hacemos nada.

L'orage

Una de Gerorge Brassens que viene bién para desengrasar y apetece a cualquier hora.


La tormenta

Habladme de la lluvia y no del buen tiempo
El buen tiempo me disgusta y me hace rechinar los dientes
El azul del cielo me pone furioso
Pues el amor más grande que he tenido aquí en la tierra
Se lo debo al mal tiempo, se lo debo a Júpiter
Me cayó de un cielo tormentoso.


Una noche de noviembre, a caballo sobre los tejados
Un señor trueno, con un ruido de mil demonios
Encendía sus fuegos de artificio,
Saltando de su cama en camisón
Mi vecina enloquecida vino a llamar a mi puerta
Solicitando mis buenos quehaceres


“Estoy sola y tengo miedo, ábrame, por favor,
mi esposo acaba de irse a realizar su dura tarea,
pobre mercenario desafortunado,
obligado a dormir fuera cuando hace mal tiempo
por la simple razón de que es representante
de una casa de pararrayos”


Bendiciendo el nombre de Benjamín Franklin
La puse en sitio seguro entre mis brazos cariñosos
Y luego el amor hizo el resto.
Tú, que siembras pararrayos por doquier,
¿Que no has puesto uno en tu propia casa?
Error no lo hay más funesto.



Cuando Júpiter fue a hacerse oir en otra parte,
La guapa, habiendo por fin conjurado su temor
Y habiendo recobrado todo su coraje
Volvió a su casa para secar a su marido
Dándome cita para los días de intemperie
Cita en la próxima tormenta.


A partir de ese día ya no he bajado la mirada
He consagrado mis días a contemplar los cielos
A mirar pasar las nubes
A acechar los estratos, a vigilar los nimbos
A rogarle a los menores cúmulos,
Pero ella no ha vuelto.


Su buen marido había hecho tantos negocios
Vendido tantas puntitas de hierro aquella noche
Que se convirtión en millonario
Y se la llevó hacía cielos siempre azules
Hacia países tontos donde nunca llueve
Donde no se sabe nada de los truenos.


Dios quiera que mi queja vaya, corriendo corriendo
A hablarle de la lluvia, a hablarle del mal tiempo
En el que estuvimos juntos
A contarle que cierto rayo asesino
En el centro de mi corazón ha dejado el dibujo
De una florecilla que se le parece.



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El final de Alisa.



Acababa de nevar. Un manto de impoluta blancura reflejaba los primeros rayos del amanecer. En aquel momento nadie esperaba la terrible pesadilla que estaba apunto de desatarse. Como cada mañana en Alisa la gente comenzaba el día perezosamente. Poco a poco las camas se desocupaban, las cocinas se calentaban, las ventanas se abrían. En fin, una mañana de invierno como otra cualquiera.

Los primeros en salir de casa eran los hombres. La mayoría eran campesinos dedicados a su tierra. Durante el invierno los días eran cortos y necesitaban aprovechar cada rayo de luz. Entre bostezos y guiando a los animales cada uno se dirigía a sus quehaceres. Una vez que los hombres habían marchado, las calles de Alisa volvían a la tranquilidad. No así las casas, pues las madres daban el desayuno a los niños que a duras penas aguantaban sentados delante del plato. La perspectiva de un día soleado tras la nevada nocturna tiraba de ellos con más fuerza de lo que eran capaces de aguantar.

Hacía dos meses que la escuela de Alisa estaba cerrada. Aquel año no pudieron contratar un maestro. Poca gente estaba dispuesta a pasar un invierno entero en aquel sitio perdido de la mano de Dios. Así que los niños casi con la comida en la boca salían corriendo de sus casas para pasar un día entero de juego. Las calles entonces se convertían en un ruidoso patio tomado por un buen número de críos. Se escuchaban gritos, se veían carreras, las bolas de nieve volaban de un lado a otro. Cuando unos se cansaban otros que empezaban. No se puede decir que Alisa fuera un sitio tranquilo aquel invierno.

Mientras sus hijos estaban fuera las madres se dedicaban a las tareas hogareñas. No había lujos en las casas así que a media mañana, sin mucho que hacer, las mujeres se reunían en la iglesia. Éste era el único sitio lo bastante grande como para albergar a un grupo de gente. Allí dejarían pasar el tiempo hasta el anochecer, cuando sus maridos regresaban del trabajo y los niños entraban en las casas pidiendo la cena.

Pero aquella mañana algo sorprendió a la gente de Alisa. A media mañana pudieron oír el resonar de mil cascos de caballo. Por todo el valle vieron cómo se desmoronaban las cumbres. Cientos de aludes corrieron de repente por las laderas más altas. Tal era el ruido que producían aquellos caballos en su galopada. Las madres salieron a la calle. Corrieron asustadas hacia sus casas mientras llamaban a voces a sus hijos. El galopar de aquellos caballos hacía retumbar el suelo. Los vecinos sentían cada vez con más fuerza la cercanía de aquello que se les venía encima. Algunos niños aparecieron, otros no. Era común que los chavales se adentraran en el bosque cercano a Alisa. Desde allí no podían oír la llamada de sus madres.

Antes de alcanzar sus casas el primer caballo entró en el pueblo. Un caballo de color marrón oscuro que se confundía con el negro. Con espuma en la boca y sudor que empapaba su lomo y sus cuartos. Lo montaba un hombre de pelo largo y grasiento. Vestía pieles a medio curtir y en la cintura, colgando, una espada de gran tamaño. La espada estaba manchada de sangre fresca mezclada con sangre seca. En los ojos tenía reflejada la locura de haber pasado meses en la batalla. Pero lo peor de todo estaba en su mano. Fuertemente agarrada por el pelo colgaba la cabeza cortada de uno de los hombres del pueblo. De su cuello todavía goteaba la sangre. Su expresión, entre miedo y sorpresa dejaba ver por la comisura su lengua amoratada.

Tras este jinete aparecieron unos doce más. Todos ellos, grandes como gigantes, montaban caballos de batalla igual de bestiales que el primero. Las mujeres quedaron petrificadas por el pánico, los niños se escondían detrás de éstas. A una orden del que parecía ser el jefe los jinetes rodearon el pueblo y fueron cerrando el cerco hasta reunir a todos en la plaza frente a la iglesia. Desmontaron y sin mediar palabra fueron degollando metódicamente a todos los niños reunidos allí.

Las madres en formación observaban histéricas el asesinato. Muchas saltaron la formación para intentar sacar de allí a sus hijos pero eran brutalmente devueltas a la fila. Una vez terminada la función, porque así lo llamaban los asesinos, dispusieron a las mujeres en grupos. Los hombres, por parejas, llevaron a los grupos de mujeres dentro de las casas. Allí se divirtieron con ellas, vaciaron las despensas y acabaron con la bebida. A medida que terminaron salieron a la plaza. Una vez estuvieron todos fuera montaron sus caballos y salieron del pueblo al galope. Nunca más volvieron a Alisa.

Al llegar el verano, cuando la nieve despejó los caminos, llegaron los primero mercaderes al pueblo. Cada año por estas fechas acudían algunos carros cargados de víveres, herramientas y ropa necesarios para la vida cotidiana. A cambio se llevaban los productos de la tierra de Alisa junto con las piezas de artesanía típicas de allí. Encontraron un túmulo de carne putrefacta frente a la iglesia. De las casas únicamente salía el hedor de la muerte. Nunca más volvieron a Alisa.

Viaje por Icaria



 

... los imbéciles no sentían la tiranía, los cobardes la toleraban, los codiciosos la servían; pero otros murmuraban y resistían...

Étienne Cabet

Tierra de nadie

...No perteneces a una facción
no crees en dogmas de religión
lo mas probable será
que creas solo en ti,
en tu propia fuerza.
No crees en banderas, prefieres luchar
por la madre tierra por la humanidad
no cavas trincheras en donde vivir
ni crees en consignas por las que morir...

(Barón Rojo)