Dame un pitillo

Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un pitillo Dame un 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Dame un pitillo Dame un pitillo.

Sólo pasa un coche.



                Hola me llamo Cata, de niña siempre había vivido en aquel pueblo de mierda. Un secarral en medio de la nada. Las calles del pueblo eran de tierra, piedras y baches. Jugábamos al fútbol en la carretera porque era el único sitio donde no corríamos peligro de quebrarnos un tobillo. Se decía que sólo pasaba un coche al día. No sé si eso era cierto pero nos advertían que tuviéramos mucho cuidado por si nos atropellaba. Yo pensaba que sería muy mala suerte que el único coche que pasaba al día fuera a atropellar a alguien. Pues ocurrió, una tarde de verano, de esas tardes eternas en que parece que nunca va a anochecer. Don Severo apareció con su flamante Mercedes y se llevó por delante al pobre de Josete. Todos los críos pudimos ver como salió el coche de don Severo de detrás de la curva, a toda velocidad. Un instante después Josete volaba al menos diez o doce metros por encima de nosotros. Aterrizó entre unas zarzas muy cerca de la cuneta. El brazo derecho parecía que tenía dos codos, la mitad de la cabeza había desaparecido al golpear contra el hito del kilómetro 136 de la carretera de mierda que pasaba por el pueblo de mierda y que parecía no llevar a ninguna parte. Nos miraba con una expresión que aún hoy me pone los pelos de punta cuando lo recuerdo.  Pobre Josete, desde entonces nunca más nos permitieron volver a jugar en la carretera. Y ya no hubo más fútbol, claro que no había ningún genio del balón en el pueblo. El mundo del deporte no perdió nada.


A don Severo no le pasó nada porque era el alcalde y los padres de Josete unos desgraciados. Además dijo que lo tenía bien merecido porque la carretera no es sitio para que estén los niños y que ya sabíamos que por allí pasaba un coche al día. El día del entierro don Severo no apareció, bueno no apareció ese día ni toda la semana siguiente. Dijo que tenía unas cuentas que arreglar y que estaría fuera unos días. Yo creo que lo que tenía era miedo de que el padre de Josete saliera con la escopeta y se liara a tiros con él con su mujer, que sólo hablaba con la mujer del sargento y el cura y con el tonto de su sobrino que era tísico y le habían mandado que pasara el verano en el pueblo. Pero el padre de Josete no estaba para tiros, el día siguiente al entierro apareció colgando del puente con una cuerda que el mismo se ató al cuello. La madre se volvió loca y tuvieron que llevarla a vivir con las monjas.


Eso es lo único que puedo recordar que pasara en aquel pueblo de mierda. Ni antes de aquella tarde, ni después, ni nunca. Sólo que una vez al día pasaba un coche por la carretera que atravesaba el pueblo.


Al final se fueron

A mi nadie me dijo que estos dos iban a ser así. Vaya par, uno ha vivido cómo huyendo, siempre hacia delante. El otro no, el otro nunca ha tenido sangre en las venas. En el pueblo no ha habido familia que haya gastado más dinero en indemnizaciones ni en viajes al extranjero que nosotros y al final ni el uno aprendía a controlarse ni el otro espabilaba. Así que al final decidimos dejarlos a su aire. Para entonces nosotros ya no volveríamos a cumplir los 60 años.

Fue un momento de placer supremo. Yo había regentado la única farmacia que había en los pueblos de la zona. La verdad es que no me puedo quejar. Y no es una frase al estilo cubano, es que de verdad no me puedo quejar. He ganado buen dinero, siempre he querido a mi mujer y ella todavía me corresponde y he tenido dos hijos que a pesar de haberme costado disgustos y dinero (infinitos los unos y manantiales el otro) son lo que más quiero. Pero al final decidimos dejarlos a su aire. Como dije antes fue un momento de placer supremo.

Veía muy cerca el momento de dejar de trabajar sin esas dos sanguijuelas en casa. Mi mujer a su vez hasta empezó a cuidarse y el resultado fue inmejorable. La última vez que la encontré así de guapa fue hace por lo menos hace veinte años. Y es que quitarse de encima la responsabilidad de cargar con esos dos es quitarse un peso de encima, alivia el bolsillo, mejora la salud y sobre todo se acaban las preocupaciones. Que cada palo aguante su vela.

Fue un día de invierno. Da igual el año porque puedo asegurar que fue tarde, muy tarde aunque al final llegó el momento. En la mesa a la hora de comer, los cuatro, antes de que empezaran a devorar (porque el hambre nunca lo perdieron) y cayeran inconscientes en una siesta interminable. Les comunicamos la decisión que habíamos tomado. A partir de esa comida se podían dar por emancipados, les gustara o no.

El uno no dijo nada, subió a su cuarto metió cuatro cosas en un mochilón que usaba para ir al campo con una novia montañera que se echó cuando era joven y salió por la puerta en estado de “shock”. No supimos de el durante un par años y es que al final nos salió algo rencoroso.

El otro se echó a llorar. Un tío como un castillo de grande llorando a moco tendido con la cara llena de churretes. Mi mujer estuvo a punto de echarse para atrás pero le enseñé la libreta donde llevábamos apuntados los gastos de viajes “espavilantes” y se le quitaron las dudas en un periquete.

En fin, los polluelos levantaron el vuelo. Bien es verdad que un vuelo titubeante, obligado, y corto porque pasaron cerca de un mes durmiendo en el portalón de casa. El tiempo que tardaron en convencerse de que íbamos en serio. Yo creo que lo que les animó a marcharse fue ver volar sus cosas por la ventana y que llegó un camión de mudanzas con los muebles para un cuarto de costura y un despacho. Oficialmente habíamos recuperado la casa para nosotros.

Desde lejos

      Desde lejos, así es como ven las cosas los que están de vuelta de todo. Y claro, no se enteran de nada o de casi nada. Yo que soy corto de vista prefiero ver las cosas de cerca, oler la sangre del toro cuando pasa, esperar en el balcón a que se vaya el marido y cerrar el bar sin pensar en la resaca. Esto me ha traído algún que otro inconveniente, no sólo el tener que llevar gafas, condición necesaria de cualquier miope, también me he granjeado la antipatía de algún que otro toro, marido incluso un oftalmólogo de Gijón que vio con cierto recelo como salía corriendo de su establecimiento dejando a deber unas gafas de pasta que me quedaban estupendamente. Y es que la fortuna me ha sido esquiva desde la más tierna infancia. 


         Tuve mi primer trabajo remunerado a los nueve años. No es que el patrón me pagara pero al poco tiempo de prestar mis servicios en aquella empresa descubrí un agujero en el proceso productivo que no tardé en aprovechar. Básicamente lo que hacía era desviar parte de los fondos destinados a San Sendín hacia una costura descosida de mi vestido de monaguillo. En mi casa éramos pobres y hacer de monaguillo me valía, al menos el desayuno dominical y por qué no decirlo, unas perrillas que me iban la mar de bien. La cosa acabó de manera más bien repentina un domingo de verano de esos en que desde muy temprano el sol se mostraba inclemente. 


         Pues bien, aquella mañana además de calurosa también se mostró infortunada para mí. De camino a la parroquia de San Sendín unos chicos del pueblo vecino tuvieron a bien cobrarse el uso y disfrute de una bicicleta que por esas cosas que ocurren acabó en el fondo del río que separa los dos términos municipales. Ni la firme promesa de abonar el gasto ni mis intentos de aclarar el suceso como gente civilizada evitaron al final que fuera yo el que cobrara. El resultado fue la prohibición expresa de no volver a pisar el pueblo vecino y que mis gafas acabaron esparcidas sin remedio por buena parte del pueblo, sin mencionar el dolor que tuve en todo el cuerpo durante dos o tres semanas. De esa manera cumplí mi obligación de monaguillo sin gafas y sin prestar demasiada atención a la misa, no tenía yo el cuerpo para liturgias. Eso si, al terminar la misa y con el cepillo debidamente pasado me dirigí a la sacristía como cada domingo para hacer el trasvase de fondos hacia la famosa costura descosida de mi vestido de monaguillo. Y allí me encontraba yo, ocupado en el cobro de mis servicios acompañado de la imagen de San Sendín. Una talla de vaya usted a saber que siglo que resultó ser el párroco vestido para oficiar un funeral que tenía encargado la madre de Severino, un chaval raquítico que aparte de huérfano de padre era hijo único y blanco de numerosas bromas de mal gusto por parte de los chicos pueblo. Sin gafas y con las prisas no caí en que la sacristía no había ninguna talla ni nada de nada, tengo mala vista y escasa memoria.