Desde lejos

      Desde lejos, así es como ven las cosas los que están de vuelta de todo. Y claro, no se enteran de nada o de casi nada. Yo que soy corto de vista prefiero ver las cosas de cerca, oler la sangre del toro cuando pasa, esperar en el balcón a que se vaya el marido y cerrar el bar sin pensar en la resaca. Esto me ha traído algún que otro inconveniente, no sólo el tener que llevar gafas, condición necesaria de cualquier miope, también me he granjeado la antipatía de algún que otro toro, marido incluso un oftalmólogo de Gijón que vio con cierto recelo como salía corriendo de su establecimiento dejando a deber unas gafas de pasta que me quedaban estupendamente. Y es que la fortuna me ha sido esquiva desde la más tierna infancia. 


         Tuve mi primer trabajo remunerado a los nueve años. No es que el patrón me pagara pero al poco tiempo de prestar mis servicios en aquella empresa descubrí un agujero en el proceso productivo que no tardé en aprovechar. Básicamente lo que hacía era desviar parte de los fondos destinados a San Sendín hacia una costura descosida de mi vestido de monaguillo. En mi casa éramos pobres y hacer de monaguillo me valía, al menos el desayuno dominical y por qué no decirlo, unas perrillas que me iban la mar de bien. La cosa acabó de manera más bien repentina un domingo de verano de esos en que desde muy temprano el sol se mostraba inclemente. 


         Pues bien, aquella mañana además de calurosa también se mostró infortunada para mí. De camino a la parroquia de San Sendín unos chicos del pueblo vecino tuvieron a bien cobrarse el uso y disfrute de una bicicleta que por esas cosas que ocurren acabó en el fondo del río que separa los dos términos municipales. Ni la firme promesa de abonar el gasto ni mis intentos de aclarar el suceso como gente civilizada evitaron al final que fuera yo el que cobrara. El resultado fue la prohibición expresa de no volver a pisar el pueblo vecino y que mis gafas acabaron esparcidas sin remedio por buena parte del pueblo, sin mencionar el dolor que tuve en todo el cuerpo durante dos o tres semanas. De esa manera cumplí mi obligación de monaguillo sin gafas y sin prestar demasiada atención a la misa, no tenía yo el cuerpo para liturgias. Eso si, al terminar la misa y con el cepillo debidamente pasado me dirigí a la sacristía como cada domingo para hacer el trasvase de fondos hacia la famosa costura descosida de mi vestido de monaguillo. Y allí me encontraba yo, ocupado en el cobro de mis servicios acompañado de la imagen de San Sendín. Una talla de vaya usted a saber que siglo que resultó ser el párroco vestido para oficiar un funeral que tenía encargado la madre de Severino, un chaval raquítico que aparte de huérfano de padre era hijo único y blanco de numerosas bromas de mal gusto por parte de los chicos pueblo. Sin gafas y con las prisas no caí en que la sacristía no había ninguna talla ni nada de nada, tengo mala vista y escasa memoria.


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